La extraordinaria paradoja del restaurante chino
¿A qué se va a un restaurante chino? A mi entender, a dos cosas: a jugarte la vida carcajeándote delante de los yakuzas de la pronunciación de "arroz frito" por parte de la camarera y a adivinar con qué parte de qué cuerpo está relleno hoy el wantún. Ése es la única incertidumbre que se padece cuando se va a un chino. En un chino nunca se va a arriesgar. Rollo de primavera-arroz tres delicias-ternera con cebolla-sake-toallita al limón. A la lavanda, en según qué casos. Pero no más. Cualquier restaurante chino es reconocible desde la distancia: farolillos colgantes, un par de leones dorados en la entrada y un nombre que siempre hace referencia a la tan proclamada filosofía oriental: el Chino Feliz, la Muralla Multicolor, Ni-Pón, ...
Cuando se va a un chino se sabe por qué se va. En un chino se come por cinco euros, a placer. Extra de arroz, extra de glutamato, extra de salsa de soja. Por supuesto, la ambientación oriental va adecuada con el precio que se paga por un menú que te comes en 30 minutos: vajilla de semiplástico con cenefas moradas, mantel apolillado, molduras en techos, paredes y suelos, pecera con cuatro carpas anaranjadas, chino sentado cerca de la caja.
A un chino se va a lo que se va. Cero parafernalia. Comer (barato) y listo.
Pues bien, hoy el placer de no poder ni siquiera levantarme de la silla después de una paliza de tallarines se me ha visto negado porque la persona con quien iba valora la estética del lugar a la hora de elegir restaurante, en lugar de lo práctico y lo barato. Por lo que he pagado más del doble por comerme a disgusto un trocín de pescado crudo envuelto en lo que caga Karmele en la isla de Supervivientes. Eso sí, ¡qué blancas las servilletas!
Diferencias entre norte y sur, lo práctico y lo estético, el ying y el yang, el caviar y la torrija.
Condenado estoy.